Contribuido por la señora XX-30. Sucedió
por 1995.
Fue en el vestuario del club. Salía de ducharme y estaba
desnuda. Me sorprendió su presencia, realmente no esperaba encontrarme con una
desconocida que me observara con mirada penetrante. Quedé paralizada.
Una mujer de unos treinta / treinta y cinco años, esbelta, elegante, rubia
natural, hermosa. Estaba vestida más como una ejecutiva que como una
deportista. Nunca supe de dónde salió ni quien era. Quizá me vio entrar al
vestuario y me siguió. Quizá venía al club para encontrarse con otra persona.
Quizá esperó que terminara de bañarme, no sé. Lo que sí sé es que estaba ahí,
frente a mí y que sin más protocolo me dijo que yo le gustaba mucho. Traté de
taparme los senos y el pubis como pude, pero desde los albores del mundo se
sabe que tal cosa es imposible sin una tela que venga en nuestra ayuda.
—No te cubras —me dijo, sin que se le moviera un pelo; y
agregó sin ningún pudor:—. Un cuerpo y un rostro como los tuyos no deben
ocultarse. Jamás he visto otra chica así.
Debió haberme halagado pero no,
me dio más miedo. Yo había tenido sexo con varios novios, pero jamás con una mujer.
Y menos con una mujer que además sabía seducir. Y lo peor es que por la calle
nadie la hubiera imaginado lesbiana.
Se acercó sin dejar de mirarme a
los ojos y me puso una mano en la cadera. Mi débil intento de zafarme lo anuló
con un apretón más fuerte, un apretón que significaba: ¡no resistas, sos mía y
punto! Así que me retuvo con decisión mientras me decía que nada malo me
pasaría, que me tranquilizara. Yo sentía una mezcla de miedo y curiosidad. No
sé cómo explicarlo. Ella acercó su pecho al mío. Su escote era provocativo aunque
elegante, todo en ella era fino. Me tomó la cara con las manos y me besó con
suavidad. No la boca sino las mejillas. Yo seguía sin poder reaccionar. Sus
manos eran sabias, vaya si lo eran… Acariciaban mi cuello, mi torso, mi pelo,
mis hombros, mis costados, mi espalda. Noté que trataba de evitar —al menos al
principio—mis zonas erógenas. Poco a poco me fue envolviendo una sensación
extraña, una necesidad de ser… ¿poseída? Creo que mis reacciones a nivel de
piel me delataban porque casi imperceptiblemente fue (fui) cumpliendo su
objetivo. Sus labios exploraban mi cuello, lo recorrían, no hacían nada
indecoroso, nada obsceno, sólo rozaban y besaban apenas. Sentía escalofríos a
la vez que una sensación de placidez. Me decía al oído palabras dulces que por
momentos me relajaban y al instante me ponían más tensa. De pronto me rodeó la
cintura, las dos estábamos paradas frente a frente. Ella perfectamente vestida
y yo completamente desnuda.
—Sí, querida, sí. Así, con los
ojos cerrados. Bien. Bien. Sólo sentime y abandonate a mí —me dijo.
Y no dijo más. Porque como un
rayo se tiró al suelo y quedó como sentada de costado y debajo mío. Yo no
entendía cómo podía abandonarse así, sin importarle que el suelo estuviera
mojado. Me besó en la entrepierna, separó mis muslos…
—Nooo —casi grité, pero se dio
cuenta de que mi “no” era impropio, nada convincente.
Sentí que sus labios y su lengua
me recorrían, me avasallaban. En un momento miré hacia abajo y me dio ternura
que una mujer madura, que por su aspecto bien podía tener un cargo gerencial,
un profesorado respetable o vaya uno a saber qué, se humillara con una chica
que apenas había cumplido los diecinueve.
Volqué la cabeza hacia atrás y me
dejé hacer. No puedo describir lo que entonces sentí pero todo era como ir en
un suave tobogán o en una carroza, no sé. Me sentía mitad princesa y mitad chiquilla
abusada. Fueron dos orgasmos seguidos, rotundos, como para que no me quedaran
dudas. Ella se dio cuenta y se detuvo con el segundo. Se puso de pie y me
miraba con satisfacción, gozaba mi gozo. Yo temblaba y apenas si la miraba.
Estaba por completo turbada.
—Acostate en el banco —era un
pedido con sabor a orden.
Me tendí en el banco, era uno de
esos de madera, largo, de tablas ligeramente separadas. Esos que se usan para
que el bolso de gimnasia esté a mano o para contener a varias gimnastas
sentadas. Cerré una vez más los ojos, ¿qué podía hacer, que podía perder?
Entonces me besó en la boca. Yo
le rodeé el cuello con mis brazos. No sé por qué pero de buenas a primera ya
era como una amiga de mucho tiempo, como una necesidad imperiosa, como un lugarcito
cálido, confortable. Besó y lamió mi cuello, mi torso, mis hombros. Pero esta
vez despacio, con método. Fue haciendo un vaivén de izquierda a derecha y
viceversa, avanzaba con lentitud, como adrede para que yo sintiera toda su
pasión. El vaivén era continuo y ligeramente en zig-zag. Pasaba una vez con pachorra
de un hombro al otro y luego en la segunda un centímetro más abajo y así. Con
si escribiera en mi cuerpo con sus labios renglón tras renglón de una larga
carta. De a poco, milímetro a milímetro. Hasta que alcanzó la línea de mis
pezones: costado izquierdo, loma de mis senos, pezón de ese lado, valle de mi
entreseno y así… despacio, despacio, hacia mi pezón y costado derechos. A la
vuelta, se detuvo en mi pezón derecho y succionó. Era la primera vez que me
succionaba una mujer. Mi pezón izquierdo no se salvó tampoco del dulce
tratamiento. Un enorme espejo a mi derecha reflejaba su figura de atrás,
volcada sobre mi cuerpo desnudo. Por delante, su escote provocaban multitud de
deseos bochornosos. No pude resistir y le acaricié un seno. Ella sonrió pero me
quitó la mano. Tampoco hizo caso a mi pedido de descubrirse como yo, de
quitarse la ropa. Dejó en claro con su actitud de que así mi papel no era el
correcto. Supongo que deseaba ser activa por completo, tomar el rol masculino,
poseerme. Luego, sus senos de mujer estaban ahí porque la naturaleza lo había
dispuesto pero eran intocables, prohibidos… inexistentes para mí.
Por momentos me alcanzaba un
sentimiento de terror: podía entrar cualquiera y vernos. El vestuario de mujeres
era una enorme sala con duchas, abierta a toda socia que ingresara al club. Creo
que nos salvó la hora. Era a media tarde y todos estaban cumpliendo su ritual
de deporte o de pileta. Una hora más y nos habrían descubierto. Y de ahí la
segura expulsión del club. Un sentimiento de terror se sumó a mi terror. Al miedo
que ya tenía encima por todo esto nuevo que experimentaba. Mi condición de
heterosexual no me admitía hacer lo que estaba haciendo sin cierto prurito. No
podía dejar de vigilar la puerta del vestuario aunque sabía que mis ojos serían
impotentes para evitar el escándalo. Mi aviso a mi compañera sexual llegaría
tarde si alguna otra socia aparecía.
Cuando yo ya estaba que ardía,
ella abandonó mis senos pero siguió besando y lamiendo mi cuerpo siempre en
dirección hacia abajo. El vaivén continuó hasta alcanzar la línea de mi
ombligo. No se detuvo ahí. Siguió y siguió hasta llegar a la línea de mi pubis.
Fue entonces que sus dedos se hicieron más y más sabios, que se aliaron a su lengua
y a sus labios. Yo temblaba y ella se excitaba con mis temblores y también con
mis temores. Yo jadeaba y ella me alentaba. Cuando grité un orgasmo, me retó
con firmeza:
—¡Nos van a echar, goza callada!
—No puedo —alcancé a balbucearle.
—Podrás —me dijo con una sonrisa
maternal.
Y sin más me comió la vulva con
los labios, sentía por momentos su nariz en mi clítoris, sus dedos entrando,
moviéndose en redondo, alrededor del cuello de mi útero, su lengua en mis
labios vaginales. Hasta me daba tenues caricias en la raya de mis nalgas. Me
dominó como quiso. Estallé en otro orgasmo. Sabía sabiamente como exaltar mi
libido. Volcaba en mi cuerpo lo que seguramente ya había experimentado muchas
veces en el suyo. Con mi último orgasmo —el quinto— quedé extenuada. Entonces,
recuerdo que se levantó, me besó con suavidad la frente y me dijo: ¡Gracias!
Sólo eso. Quise retenerla pero me esquivó.
Tardé un buen rato en levantarme.
Al hacerlo, me sentía mareada y culpable. Pese a todo, al otro día traté de
averiguar quién era. Lo intenté con tacto, describiéndola como mejor podía y
poniendo por excusa que ella había olvidado algo que yo guardaba en mi casa con
intención de devolvérselo. Nadie en el club parecía conocerla. “No debe ser
socia” fue la conclusión del bufetero, quien más conocía del tema. Aquí a veces
dejan entrar gente porque nadie se digna controlar la puerta. Mi vena
heterosexual la repudiaba pero el recuerdo de aquellos orgasmos me exigía
encontrarla. Me costó años de terapia. Usted no es lesbiana, señora, usted fue
avasallada por una lesbiana y sintió una sensación nueva que la confundió. Si
fuera usted lesbiana, andaría buscando otras mujeres. No, no, créame, usted no
es lesbiana. Pero la duda persistió. Aun con nuevos novios, aun con un marido…
Persistió hasta que me convencí (o me convencieron) de que no soy homosexual… Al
menos no frente a ella... Pero nadie me dice qué pasaría si un día me la
encuentro de nuevo…
(Lesbia fugaz)
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