lunes, 1 de junio de 2015

Contribuido por la señora XX-30. Sucedió por 1995.

Fue en el vestuario del club. Salía de ducharme y estaba desnuda. Me sorprendió su presencia, realmente no esperaba encontrarme con una desconocida que me observara con mirada penetrante. Quedé paralizada. Una mujer de unos treinta / treinta y cinco años, esbelta, elegante, rubia natural, hermosa. Estaba vestida más como una ejecutiva que como una deportista. Nunca supe de dónde salió ni quien era. Quizá me vio entrar al vestuario y me siguió. Quizá venía al club para encontrarse con otra persona. Quizá esperó que terminara de bañarme, no sé. Lo que sí sé es que estaba ahí, frente a mí y que sin más protocolo me dijo que yo le gustaba mucho. Traté de taparme los senos y el pubis como pude, pero desde los albores del mundo se sabe que tal cosa es imposible sin una tela que venga en nuestra ayuda.
—No te cubras —me dijo, sin que se le moviera un pelo; y agregó sin ningún pudor:—. Un cuerpo y un rostro como los tuyos no deben ocultarse. Jamás he visto otra chica así.
Debió haberme halagado pero no, me dio más miedo. Yo había tenido sexo con varios novios, pero jamás con una mujer. Y menos con una mujer que además sabía seducir. Y lo peor es que por la calle nadie la hubiera imaginado lesbiana.
Se acercó sin dejar de mirarme a los ojos y me puso una mano en la cadera. Mi débil intento de zafarme lo anuló con un apretón más fuerte, un apretón que significaba: ¡no resistas, sos mía y punto! Así que me retuvo con decisión mientras me decía que nada malo me pasaría, que me tranquilizara. Yo sentía una mezcla de miedo y curiosidad. No sé cómo explicarlo. Ella acercó su pecho al mío. Su escote era provocativo aunque elegante, todo en ella era fino. Me tomó la cara con las manos y me besó con suavidad. No la boca sino las mejillas. Yo seguía sin poder reaccionar. Sus manos eran sabias, vaya si lo eran… Acariciaban mi cuello, mi torso, mi pelo, mis hombros, mis costados, mi espalda. Noté que trataba de evitar —al menos al principio—mis zonas erógenas. Poco a poco me fue envolviendo una sensación extraña, una necesidad de ser… ¿poseída? Creo que mis reacciones a nivel de piel me delataban porque casi imperceptiblemente fue (fui) cumpliendo su objetivo. Sus labios exploraban mi cuello, lo recorrían, no hacían nada indecoroso, nada obsceno, sólo rozaban y besaban apenas. Sentía escalofríos a la vez que una sensación de placidez. Me decía al oído palabras dulces que por momentos me relajaban y al instante me ponían más tensa. De pronto me rodeó la cintura, las dos estábamos paradas frente a frente. Ella perfectamente vestida y yo completamente desnuda.     
—Sí, querida, sí. Así, con los ojos cerrados. Bien. Bien. Sólo sentime y abandonate a mí —me dijo.
Y no dijo más. Porque como un rayo se tiró al suelo y quedó como sentada de costado y debajo mío. Yo no entendía cómo podía abandonarse así, sin importarle que el suelo estuviera mojado. Me besó en la entrepierna, separó mis muslos…
—Nooo —casi grité, pero se dio cuenta de que mi “no” era impropio, nada convincente.
Sentí que sus labios y su lengua me recorrían, me avasallaban. En un momento miré hacia abajo y me dio ternura que una mujer madura, que por su aspecto bien podía tener un cargo gerencial, un profesorado respetable o vaya uno a saber qué, se humillara con una chica que apenas había cumplido los diecinueve.
Volqué la cabeza hacia atrás y me dejé hacer. No puedo describir lo que entonces sentí pero todo era como ir en un suave tobogán o en una carroza, no sé. Me sentía mitad princesa y mitad chiquilla abusada. Fueron dos orgasmos seguidos, rotundos, como para que no me quedaran dudas. Ella se dio cuenta y se detuvo con el segundo. Se puso de pie y me miraba con satisfacción, gozaba mi gozo. Yo temblaba y apenas si la miraba. Estaba por completo turbada.
—Acostate en el banco —era un pedido con sabor a orden.
Me tendí en el banco, era uno de esos de madera, largo, de tablas ligeramente separadas. Esos que se usan para que el bolso de gimnasia esté a mano o para contener a varias gimnastas sentadas. Cerré una vez más los ojos, ¿qué podía hacer, que podía perder?
Entonces me besó en la boca. Yo le rodeé el cuello con mis brazos. No sé por qué pero de buenas a primera ya era como una amiga de mucho tiempo, como una necesidad imperiosa, como un lugarcito cálido, confortable. Besó y lamió mi cuello, mi torso, mis hombros. Pero esta vez despacio, con método. Fue haciendo un vaivén de izquierda a derecha y viceversa, avanzaba con lentitud, como adrede para que yo sintiera toda su pasión. El vaivén era continuo y ligeramente en zig-zag. Pasaba una vez con pachorra de un hombro al otro y luego en la segunda un centímetro más abajo y así. Con si escribiera en mi cuerpo con sus labios renglón tras renglón de una larga carta. De a poco, milímetro a milímetro. Hasta que alcanzó la línea de mis pezones: costado izquierdo, loma de mis senos, pezón de ese lado, valle de mi entreseno y así… despacio, despacio, hacia mi pezón y costado derechos. A la vuelta, se detuvo en mi pezón derecho y succionó. Era la primera vez que me succionaba una mujer. Mi pezón izquierdo no se salvó tampoco del dulce tratamiento. Un enorme espejo a mi derecha reflejaba su figura de atrás, volcada sobre mi cuerpo desnudo. Por delante, su escote provocaban multitud de deseos bochornosos. No pude resistir y le acaricié un seno. Ella sonrió pero me quitó la mano. Tampoco hizo caso a mi pedido de descubrirse como yo, de quitarse la ropa. Dejó en claro con su actitud de que así mi papel no era el correcto. Supongo que deseaba ser activa por completo, tomar el rol masculino, poseerme. Luego, sus senos de mujer estaban ahí porque la naturaleza lo había dispuesto pero eran intocables, prohibidos… inexistentes para mí.
Por momentos me alcanzaba un sentimiento de terror: podía entrar cualquiera y vernos. El vestuario de mujeres era una enorme sala con duchas, abierta a toda socia que ingresara al club. Creo que nos salvó la hora. Era a media tarde y todos estaban cumpliendo su ritual de deporte o de pileta. Una hora más y nos habrían descubierto. Y de ahí la segura expulsión del club. Un sentimiento de terror se sumó a mi terror. Al miedo que ya tenía encima por todo esto nuevo que experimentaba. Mi condición de heterosexual no me admitía hacer lo que estaba haciendo sin cierto prurito. No podía dejar de vigilar la puerta del vestuario aunque sabía que mis ojos serían impotentes para evitar el escándalo. Mi aviso a mi compañera sexual llegaría tarde si alguna otra socia aparecía.
Cuando yo ya estaba que ardía, ella abandonó mis senos pero siguió besando y lamiendo mi cuerpo siempre en dirección hacia abajo. El vaivén continuó hasta alcanzar la línea de mi ombligo. No se detuvo ahí. Siguió y siguió hasta llegar a la línea de mi pubis. Fue entonces que sus dedos se hicieron más y más sabios, que se aliaron a su lengua y a sus labios. Yo temblaba y ella se excitaba con mis temblores y también con mis temores. Yo jadeaba y ella me alentaba. Cuando grité un orgasmo, me retó con firmeza:
—¡Nos van a echar, goza callada!
—No puedo —alcancé a balbucearle.
—Podrás —me dijo con una sonrisa maternal.
Y sin más me comió la vulva con los labios, sentía por momentos su nariz en mi clítoris, sus dedos entrando, moviéndose en redondo, alrededor del cuello de mi útero, su lengua en mis labios vaginales. Hasta me daba tenues caricias en la raya de mis nalgas. Me dominó como quiso. Estallé en otro orgasmo. Sabía sabiamente como exaltar mi libido. Volcaba en mi cuerpo lo que seguramente ya había experimentado muchas veces en el suyo. Con mi último orgasmo —el quinto— quedé extenuada. Entonces, recuerdo que se levantó, me besó con suavidad la frente y me dijo: ¡Gracias! Sólo eso. Quise retenerla pero me esquivó.
Tardé un buen rato en levantarme. Al hacerlo, me sentía mareada y culpable. Pese a todo, al otro día traté de averiguar quién era. Lo intenté con tacto, describiéndola como mejor podía y poniendo por excusa que ella había olvidado algo que yo guardaba en mi casa con intención de devolvérselo. Nadie en el club parecía conocerla. “No debe ser socia” fue la conclusión del bufetero, quien más conocía del tema. Aquí a veces dejan entrar gente porque nadie se digna controlar la puerta. Mi vena heterosexual la repudiaba pero el recuerdo de aquellos orgasmos me exigía encontrarla. Me costó años de terapia. Usted no es lesbiana, señora, usted fue avasallada por una lesbiana y sintió una sensación nueva que la confundió. Si fuera usted lesbiana, andaría buscando otras mujeres. No, no, créame, usted no es lesbiana. Pero la duda persistió. Aun con nuevos novios, aun con un marido… Persistió hasta que me convencí (o me convencieron) de que no soy homosexual… Al menos no frente a ella... Pero nadie me dice qué pasaría si un día me la encuentro de nuevo…    

(Lesbia fugaz)


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