Contribuido por la señora XX-23.
Una vez, allá por 1998, me pasó
algo insólito: hubo uno que me hizo el amor en el jardín de un barrio parque en
una ciudad de España que no voy a nombrar.
Pues que fue tremendo. Ese
gordito, mi nuevo novio, me llevó para ese lugar porque supuestamente iba a
buscar algo a su casa. En cuanto entramos a ese predio, especie de rotonda
ajardinada, me apretó contra una pared y empezó a besarme el cuello y a
desprender los botones de mi blusa. Y lo peor, a meterme mano bajo la falda. Yo,
excitadísima.
—Llévame a tu casa. Vamos, llévame,
que allá estaremos más cómodos.
Pero el tipo, nada, que me sube
la falda y que me deja casi en cueros por arriba. Yo, aterrada.
—Vamos, no seas malo, llévame y
seguimos ahí.
Pero el gordito nada, recaliente.
Y yo:
—No, no, acá no, por favor…
Y él:
—Sí, sí. Acá, acá, sí.
Yo sentía ruiditos en las puertas
que estaban en derredor. Puertas que daban de frente a esa rotonda ajardinada.
Hacia ella convergían casas muy bonitas, de cierto lujo, ¿se entiende?
De pronto el gordito me corrió la
braga con el pene a un costado, Su pene era fuerte y grueso. Yo seguía
sintiendo ruiditos en las puertas cercanas. Y ahí caí en la cuenta de que eran
las mirillas. Sí, nos espiaban desde las mirillas. Se habían puesto a mirar al
oír nuestra discusión. Creo haber gritado en los primeros escarceos. Así que
miraban escondidos, se quedaron espiando. Pues que me daba cosa. Además había
mucha luz. Era de noche pero las farolas estaban muy fuertes. Y no tenía modo
de taparme la cara. Eran cinco las casas cuyas puertas convergían hacia el
lugar donde estábamos haciendo el escándalo y, a lo menos, nos espiaban en ese
instante desde tres casas a la vez.
—Para, para, que nos están
mirando. ¿No te das cuenta?
Y el gordito que nada, que sigue
y sigue.
—No puedo parar ahora —se dignó a
decirme como de lástima el muy cabrón.
Recuerdo que sentí su grueso pene.
En cuanto me penetró, llegué al primer orgasmo. Así, de parada, lo que nunca. Eso
encima lo entusiasmó. Jadeaba y gritaba como un loco. Así que si alguien no se
había dado cuenta pues ya estaba en primera fila. Tuve otro orgasmo y al rato
otro.
Se oían moverse las mirillas que
era un espanto. Y ya no sólo se oían, también se veían porque a menudo se
notaban cambios de luz en todas ellas. Tal vez porque los que espiaban se
corrían para que pudiera ver algún familiar o porque se cansaban y cambiaban de
posición, no sé, pero lo cierto es que espiaban, que estaban ahí, que me veían
semidesnuda y yo ni siquiera podía verles un pelo.
Encima una puerta se entreabrió y
alcancé a ver que nos miraba una pareja. El gordito que me bombeaba como un depravado.
Yo que trataba de taparme una teta pero que me era imposible porque él me
sujetaba de los brazos y me sacudía contra la pared.
En medio de todo eso me excité
más. Llega un momento en que pierdes todas las inhibiciones. Porque, ¿cómo
puedo explicarlo? Me daba placer que me miraran, pero placer y vergüenza a la
vez… Y eso me provocaba que no pudiera dejar de tener orgasmos. Y en cada orgasmo,
el gordito se volvía más y más loco. Me eyaculó dentro y me siguió haciendo
suya como si mañana se acabara el mundo.
Encima sin profiláctico, a pelo,
como dicen por ahí. Yo me dije: falta que me dé vuelta y la completamos. Estaba
empapada y no sólo entre los muslos… también en la espalda, el cuello, las
axilas. Hacía calor, es cierto, pero los nervios, la situación, me hicieron
transpirar como nunca. Descubrí que no sólo mojaba las bragas, sino que eyaculaba
directamente, a chorros, por dios.
Y lo peor fue que este mal
nacido, el gordito, ni nuevo novio, no vivía ni jamás vivió por ahí. Incalificable.
Me quería follar en ese lugar, nada más. Para ahorrarse el hotel, seguramente.
Y quizás, de paso, para alardear delante de medio mundo…
(La rotonda ajardinada)
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